¿Guerra santa?

Era viernes, el 8 de julio del año 1099. El sol abrasador del desierto se proyectaba sobre una procesión harapienta de clérigos que llevaba grandes cruces y reliquias de santos. La procesión marchaba alrededor de los muros exteriores de Jerusalén. El clero iba seguido por unos 1.200 caballeros descalzos, integrantes de las cruzadas, y cerca de 11.000 soldados, marineros y obreros hambrientos y sedientos. Los musulmanes defensores de la ciudad se reían con desdén de la procesión, burlándose de ellos mientras observaban su marcha. Hasta profanaban cruces de varias maneras y las colgaban de los muros de la ciudad para insultar aun más al grupo harapiento de cristianos medio locos.

A pesar de los insultos y abucheos, los cruzados continuaron en su procesión de hombres descalzos hasta llegar al Monte de los Olivos donde se detuvieron. Estando allí, uno de los obispos empezó a exhortarlos: “Ahora nos encontramos en el lugar mismo desde donde el Señor hizo su ascensión, y no hay otra cosa que podamos hacer para purificarnos más. Por lo tanto, cada uno de nosotros perdone a su hermano a quien ha ofendido para que el Señor nos perdone.”1 Luego les recordó su profecía de que Jerusalén les sería entregada el próximo viernes si ellos continuaban humillándose y purificándose.

Si los musulmanes escucharon el pronunciamiento del obispo, no le dieron importancia. ¿Tomar la ciudad de Jerusalén en siete días? ¡Improbable! Porque antes que los cruzados llegaron a las cercanías de Jerusalén, Iftikhar, el gobernante musulmán de Jerusalén, había ordenado que taponaran o envenenaran todos los pozos en las afueras del muro de la ciudad. Los cruzados sólo contaban con un manantial intermitente como su fuente de agua. Muchos de ellos estaban seriamente deshidratados. Además, Iftikhar había trasladado todos los animales domésticos al interior de la ciudad amurallada, proveyendo para sus habitantes un abundante suministro de alimentos. A diferencia de esto, los cruzados estaban demacrados a causa del hambre. Jerusalén podría resistir un cerco prolongado. De hecho, para preservar su suministro de alimentos y protegerse de una traición, Iftikhar había expulsado a todos los cristianos de la ciudad. La mayoría de los judíos también se habían marchado.

Siendo así, Iftikhar y sus soldados no se habían inquietado por causa de los cruzados. Ellos sabían que tenían suficiente agua, abundantes alimentos, mejores armas, y los muros de la ciudad, al parecer impenetrables, que los protegían. ¡Y tenían 60.000 hombres armados para defender los muros! Además de todo esto, ya estaba en camino un refuerzo de soldados egipcios que venían a levantar el cerco. Y contra todo esto, ¿qué tenían los cruzados? Unos 1.200 caballeros era todo, apoyados por una harapienta y mal armada cuadrilla de 11.000 soldados, marineros y obreros. En total, los cruzados tenían menos de 13.000 hombres contra 60.000 musulmanes armados. A esto se sumaba el hecho de que los cruzados estaban peleando en una tierra desconocida y no estaban acostumbrados al calor del desierto que era muy diferente al clima de Francia, su patria. Sí, realmente provocaban risa.

Pero la risa cesó cinco días después cuando, para sorpresa de los musulmanes, los cruzados llevaron sobre ruedas varias torres enormes de madera hacia los muros de Jerusalén. Con madera que habían logrado recoger, los cruzados habían estado construyendo en secreto estas gigantescas estructuras. Cada torre estaba equipada con prácticamente todo lo que un ejército medieval necesitaba: una catapulta, un ariete, un puente levadizo y un torreón alto desde donde los cruzados podían lanzarles flechas a los defensores de la ciudad. Además de esto, dentro de cada torre había un pequeño ejército de cruzados francos que estaban ansiosos por entrar en la ciudad una vez que se abrieran brechas en los muros.

Al ver las torres espantosas, los defensores musulmanes comenzaron a construir sus defensas en aquellas partes del muro opuestas a las torres. Sin embargo, la noche antes de atacar, los cruzados desmantelaron silenciosamente algunas de las torres y las trasladaron a un kilómetro y medio de distancia, hacia las partes del muro de Jerusalén que estaban menos fortificadas. Era una tarea inconcebible bajo cualquier circunstancia. Pero en vista de su condición debilitada, aquello fue un logro casi sobrehumano. Cuando la luz de la mañana se proyectó lentamente sobre Jerusalén en el amanecer del jueves, 14 de julio, los defensores musulmanes quedaron atónitos. No podían creer que algunas de las torres hubieran sido trasladadas durante la noche.

Después de trabajar toda la noche, muchos de los atacantes estaban ya agotados. Sin embargo, oraron aquella mañana, confiando en que Dios les daría la fuerza necesaria a sus cuerpos cansados. Después de la oración, los cruzados lanzaron su ataque contra Jerusalén. Entre gritos de alabanza a Dios, los cruzados comenzaron a acercar lentamente las torres pesadas hacia los muros de Jerusalén. Mientras las torres avanzaban palmo a palmo, los cruzados catapultaban piedras enormes contra los muros de la ciudad y las viviendas interiores. Cuando algunas de las torres llegaron a los muros de la ciudad, sus pesados arietes comenzaron a golpear los antiguos muros de Jerusalén. Desde lo alto de sus torres, los cruzados arrojaban misiles de madera en llamas; los misiles habían sido mojados con alquitrán, cera y sulfuro. Estos misiles les prendían fuego a las fortificaciones de madera que se encontraban en el interior de los muros.

No obstante, los defensores musulmanes contraatacaban con los mismos misiles encendidos, devolviéndolos contra las torres en un intento por prenderles fuego. Los defensores golpearon las torres todo el día con rocas catapultadas. Los misiles y las flechas llovieron de acá para allá durante todo el día. Los cruzados lucharon valientemente, pero no lograron asegurar ni una posición. Algunas de sus torres habían sido destruidas. Una de ellas había sido quemada hasta convertirse en cenizas. Ambas partes dejaron de luchar cuando anocheció.

En la mañana del viernes, 15 de julio, los cruzados reanudaron su ataque. En ese día, según lo que el obispo había profetizado, ellos tomarían la ciudad. Pero no parecía probable que lo lograran. Todos ellos estaban agotados a causa de las noches de desvelo y la batalla del día anterior. Ya para el mediodía, los cruzados estaban muy desanimados. Estaban cansados y al parecer no estaban logrando ningún avance. Se encontraban trágicamente superados en número por los musulmanes, y los muros de Jerusalén parecían impenetrables.

Finalmente, hicieron un alto en sus operaciones y se reunieron. Aproximadamente la mitad de ellos estaba dispuesta a suspender el cerco infructuoso y colgar al obispo que había hecho las profecías falsas. Sin embargo, mientras ellos aún hablaban, un caballero en el Monte de los Olivos comenzó a hacerles señales a los demás con su escudo, indicándoles que avanzaran. Al ver esta señal, los hombres comenzaron a animarse y reanudaron su ataque con mucho fervor. Los arietes volvieron a su labor y algunos de los cruzados comenzaron a trepar los muros con escaleras y sogas.

Como defensa adicional, los defensores de la ciudad habían amontonado una verdadera montaña de pacas de heno y algodón dentro de los muros de la ciudad. Pero algunos de los arqueros al mando de Godofredo de Bouillon lograron prender las pacas con sus flechas encendidas. Cuando la dirección del viento cambió, inmensas columnas de humo cegaron y asfixiaron a los defensores musulmanes. Las cortinas de fuego y humo los obligaron a retirarse de los muros.

Aprovechando el momento, Godofredo rápidamente bajó el gran puente levadizo de su torre y sus hombres atravesaron los muros intrépidamente. En cuestión de minutos, los cruzados aseguraron aquel tramo del muro, lo cual les permitió a sus compañeros trepar los muros con sus escaleras. Algunos de los invasores llegaron a una de las puertas de la ciudad y pudieron abrirla. Multitudes de cruzados entraron precipitadamente por las puertas abiertas.

Aunque los musulmanes aún superaban mucho en número a los cruzados, retrocedieron desconcertados y confundidos. Sólo unas horas antes todo daba la impresión de que los cruzados estaban derrotados. ¡Pero ahora estaban entrando en la ciudad como un enjambre! Aturdidos, los defensores huían desordenadamente de los cruzados. De repente, toda la ciudad quedó sumergida en un pánico masivo mientras sus habitantes trataban de escapar de los invasores. Las mujeres gritaban y los niños lloraban mientras los cruzados masacraban a todas las personas que encontraran a su paso.2

Los cruzados se consideraban a sí mismos el equivalente medieval de Jehú y su ejército, quienes masacraron a los adoradores de Baal de su tiempo. Uno de los cruzados que presenció esta batalla nos ha dejado un testimonio de aquella matanza espantosa:

Montones de cabezas, manos y pies se veían en las calles de la ciudad. Era necesario abrirse paso entre los cuerpos de los hombres y caballos. Pero esto no era nada comparado con lo que sucedió en el templo de Salomón, un lugar donde comúnmente se celebraban los servicios religiosos. ¿Qué sucedió allí? Si digo la verdad, sin duda excederá su capacidad de creer. Así que baste con decir, al menos, que en el templo y pórtico de Salomón, los jinetes cabalgaban entre la sangre, la cual alcanzó hasta sus rodillas y hasta las riendas de los caballos. ¡Realmente, fue un juicio de Dios justo y magnífico que este lugar fuera lleno de la sangre de los incrédulos! Ya que por mucho tiempo había sufrido a consecuencia de sus blasfemias. La ciudad estaba llena de cadáveres y sangre.3

Cualquiera podría pensar que al día siguiente los cruzados estaban llenos de remordimiento por haber masacrado aproximadamente a 100.000 personas, muchas de las cuales fueron niños inocentes. De ninguna manera, por cuanto ellos estaban seguros de que su Señor Jesucristo les había dado la victoria y estaba complacido de ellos como su feliz Rey. Al fin y al cabo, el mismísimo Papa había hecho un llamado a todos los católicos fieles para que fueran y liberaran la Tierra Santa de los infieles. A todos los católicos él les había asegurado que cualquiera que fuera a la cruzada obtendría el completo perdón de sus pecados. De modo que nuestro testigo presencial continúa su relato:

Ahora que la ciudad había sido tomada, todos nuestros esfuerzos y pruebas anteriores valieron la pena al ver la devoción de los peregrinos en el Santo Sepulcro. ¡Cuánto se alegraron y regocijaron, y cantaron una nueva alabanza al Señor! Por cuanto sus corazones ofrecían oraciones de alabanza a Dios, victoriosas y triunfantes, que no pueden describirse con palabras. ¡Un nuevo día! ¡Un nuevo gozo! ¡Una nueva y perpetua alegría! La consumación de nuestro esfuerzo y devoción trajo consigo nuevas palabras y nuevas alabanzas de todos. Este día, yo creo, será famoso en todas las generaciones futuras, ya que convirtió nuestros esfuerzos y penas en gozo y júbilo. Sin duda, este día marca la justificación de todo el cristianismo, la humillación del paganismo y la renovación de nuestra fe. “Este es el día que hizo Jehová; nos gozaremos y alegraremos en él”, porque Jehová se manifestó a su pueblo y los bendijo.”4

Pero, ¿vio Jesús esta masacre como algo de gozo? ¿De veras habían los cruzados avanzado el reino de Dios, o más bien le habían ocasionado un gran perjuicio?

¿No es cierto que más o menos 1.100 años antes, Jesús había plantado un reino de amor? Sus súbditos se darían a conocer por su amor los unos por los otros. No sólo eso; ellos también debían amar a sus enemigos. Su propio Rey se había descrito a sí mismo como manso y humilde de corazón. Los primeros ciudadanos de este reino especial habían trastornado el mundo, no con la espada, sino con palabras de verdad y actos de amor. En ese caso, ¿qué hacían estas personas, que afirmaban ser ciudadanos de este reino de amor y mansedumbre, en una tierra lejana, masacrando a los habitantes de Jerusalén?

Sería una larga historia. Sin embargo, es una historia que debe contarse, pues mi destino eterno y el suyo están estrechamente ligados a esta historia del reino que trastornó el mundo.

Notas finales

1  Raymond d’Aguiliers en August C. Krey, The First Crusade: The Accounts of Eyewitnesses and Participants (Princeton: 1921) 250–256.

2  J. Arthur McFall, “The Fall of Jerusalem,” Military History Magazine (junio de 1999) 1–6.

3  Krey 252.

4  Krey 253.

Leer Capítulo 2 -- El reino al derecho

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