No hay lugar para fariseos

En los capítulos anteriores he hablado un poco acerca del compromiso total que el reino de Dios requiere. No hay cabida para los indisciplinados, los inconstantes y los amantes de este mundo. Hasta aquí hemos visto que la mayor parte del género humano nunca entrará en el reino. También hemos visto que una gran parte de los que entran en el reino al final serán eliminados.

Por tanto, sería muy natural (desde una perspectiva humana caída) que los que somos ciudadanos del reino nos sintamos superiores a los no cristianos y a los cristianos mundanos. Sería fácil para un cristiano del reino despreciar a los que están fuera del reino.

Conociendo esta tendencia de nuestra carne caída, Jesús nos advirtió de antemano: “No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido. ¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? ¿O cómo dirás a tu hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo, y he aquí la viga en el ojo tuyo? ¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano” (Mateo 7.1–5).

Es cierto que los cobardes y los inconstantes no pertenecen al reino. Sin embargo, hay otro tipo de gente que tampoco pertenece allí: los críticos y los santurrones. El mandamiento de Jesús de no juzgar es tan obligatorio, y tan revolucionario, como sus enseñanzas sobre la no resistencia. Desgraciadamente, muchos de los que están dispuestos a obedecer lo que Jesús dijo acerca de la no resistencia y las riquezas se niegan a reconocer las palabras de Jesús “no juzguéis”. De alguna manera, ellos se han convencido a sí mismos de que Jesús no quiso decir lo que dijo.

Es mucho más fácil vivir la vida del reino si al menos podemos felicitarnos, gloriarnos en nuestra obediencia y santidad, y mirar con desdén a todos aquellos que no han alcanzado nuestro nivel de santidad. Pero cuando hacemos eso, realmente no estamos viviendo la vida del reino. Estamos alucinando. En ese caso somos más detestables para Jesús que las personas a quienes menospreciamos.

La puerta estrecha

No es de extrañarse que Jesús nos aconsejara: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mateo 7.13–14). El camino a la vida eterna es realmente estrecho y difícil. Hay grandes abismos en ambos lados.

Por una parte está el abismo de la indisciplina y la mundanería. La mayoría de los cristianos profesos caen en este abismo. El camino del reino es demasiado exigente para ellos. Ellos desean un camino más fácil. Y no faltan los predicadores que les digan que realmente no tienen que obedecer las enseñanzas de Jesús. Esos mismos predicadores también les dicen que ellos no tienen que separarse del mundo.

Al otro lado del camino estrecho está el abismo del fariseísmo. Este es el abismo de la santurronería. Si no caemos en el primer abismo, estamos más propensos a caer en el otro. El camino no es fácil.

En 1981, yo trabajaba como abogado corporativo para una pequeña compañía petrolera en el este de Texas. Un día fuimos citados a una audiencia con la Comisión Ferroviaria de Texas en Austin. Probablemente le parezca extraño a alguien que no es tejano, pero en Texas la agencia estatal que regula la producción de petróleo y gas es la Comisión Ferroviaria. De todas formas, debíamos asistir a una audiencia para cambiar las leyes de cierto yacimiento de gas. Puesto que nuestra compañía tenía su propio helicóptero, nosotros decidimos volar hasta Austin. Ya rumbo al lugar, nos detuvimos y recogimos a un ingeniero petrolero y a un geólogo de Fina, quienes también iban a la misma audiencia.

La reunión en Austin se desarrolló sin novedad. Durante el viaje de regreso, yo me senté en la cabina con el piloto y me puse a observar como éste piloteaba el helicóptero. Entonces me dije a mí mismo: Eso no parece muy difícil; probablemente yo podría hacerlo. Así fue como le pregunté al piloto si él me permitiría tomar los controles por un rato, y él aceptó de buena gana. Le pregunté lo que tenía que hacer, y él me mostró una esfera pequeña en el panel de instrumentos.

—Todo lo que tienes que hacer es mantener esa esfera en el centro —me explicó.

Bueno, aquello parecía muy fácil. Le dije que estaba listo, y él me entregó los controles.

Sin embargo, pronto me di cuenta de que mantener la esfera en el centro no era nada fácil para un novato. Los controles eran tan sensibles que el más mínimo movimiento hacía que el helicóptero se tambaleara en una dirección y luego en la otra dirección cuando yo trataba de corregir mi error. Así avanzamos, zigzagueando a través de los cielos de Texas mientras yo trataba desesperadamente de mantener aquella esfera pequeña en su lugar. Finalmente, el ingeniero de Fina quien se encontraba en el asiento trasero y se sentía mareado, gritó:

—¡Quite a ese abogado de los controles!

El piloto no demoró en hacerse cargo de los controles nuevamente. Cuando aterrizamos para dejar a los dos hombres de Fina, ambos me lanzaron miradas molestas.

De hecho, aconteció que al mes siguiente debíamos viajar a Austin una vez más para una segunda audiencia. De manera que nos comunicamos con Fina para ver si sus ingenieros querían acompañarnos otra vez en el helicóptero. Ellos se negaron cortésmente, diciendo que irían en auto y nos encontraríamos allá. Creo que ellos temían que yo pudiera tomar los controles otra vez.

Vivir la vida cristiana se parece bastante a pilotear un helicóptero. Tenemos que mantenernos en el centro del camino. Y no es fácil hacerlo, porque el camino es estrecho. Lo angosto de este camino no nos permite zigzaguear. No debemos desviarnos hacia el abismo de la mundanería ni hacia el abismo de la santurronería. Tenemos que mantenernos en el rumbo correcto.

¿Podemos denunciar el pecado?

Jesús nos dijo que no juzguemos a las demás personas. Pero él no dijo que no podemos denunciar el pecado. Pablo, Santiago, Pedro y otros escritores del Nuevo Testamento denunciaron el pecado en la iglesia. No en santurronería, sino en obediencia a Jesús.

Este libro fue escrito para anunciar tanto a cristianos como incrédulos el evangelio del reino, un evangelio que ya casi no se predica. En este libro, yo destaco una serie de errores de la Iglesia de hoy y los giros desviados que la Iglesia ha hecho a través de los siglos. Hablo del “evangelio fácil”. Comparo a los “cristianos del reino” con los que simplemente profesan el cristianismo.

Pero lo que sí puedo asegurarle es que no estoy escribiendo este libro en un espíritu de justicia propia. Porque sé muy bien que David Bercot necesita de este mensaje tanto como cualquiera de sus lectores. Mi única oración es que al leer este libro mis lectores sientan el reto tan profundamente como yo lo he sentido al escribir este libro. Sinceramente, yo no juzgo a los individuos ni hago especulaciones arrogantes sobre su condición ante Cristo. Sin embargo, me preocupa mucho el estado del cristianismo de hoy. Y es por eso que escribo este libro.

Al mismo tiempo, yo sé que algunos de mis lectores pensarán que ni siquiera debo usar el término “cristiano” para referirme a personas que aman el mundo, que apoyan errores teológicos graves y que han cometido crímenes espantosos en el nombre de Cristo. Por tanto, una vez más deseo dejar bien claro que cuando uso el término “cristiano” a través de este libro me refiero a los que profesan ser cristianos. En realidad, la autenticidad de su cristianismo está en tela de juicio, pero eso se lo dejaré a Jesús.

También debo explicar que uso el término “los cristianos del reino” para referirme a los cristianos que toman en serio el hecho de ser ciudadanos del reino de Dios y que permanecen en Cristo por medio de una relación de amor obediente. Sin embargo, al usar ese término, no pretendo afirmar categóricamente que el resto de personas quedan sujetas a juicio. Otra vez, Jesús es quien decide, no yo.

Finalmente, debo aclarar que cuando uso el término “Iglesia” (con inicial mayúscula), me refiero a la Iglesia institucional. Me refiero a todos los cuerpos de cristianos profesos. Una vez más, hasta qué punto la Iglesia institucional coincide con el cuerpo de los verdaderos creyentes cristianos, yo me complazco en dejarlo en manos de Jesús.

Otras leyes del reino

Sin duda, las cuatro o cinco leyes del reino que hemos analizado son algunas de las enseñanzas de Jesús más desafiantes. No obstante, son sólo una pequeña parte de las leyes que nuestro Rey nos ha dado. El resto de sus leyes y enseñanzas se encuentran a través de todo el Nuevo Testamento. El hecho de que yo no haya analizado esas otras leyes no quiere decir que no sean tan importantes como las que hemos enfocado.

La mayor colección de los mandamientos del reino se encuentra en el Sermón del Monte. Si usted toma en serio el hecho de ser un cristiano del reino, le insto a que lea nuevamente el Sermón del Monte, meditando en cada enseñanza y evaluando su propia vida a la luz de estas enseñanzas.
El reino no puede permanecer en secreto

Cuando nos unimos a algo que sin duda hará que el mundo nos odie, es natural que queramos mantenerlo en secreto. ¿Para qué provocar un problema? Mantengámoslo todo en silencio. Pero nuestro Rey no nos permitirá que mantengamos su reino en secreto: “Lo que os digo en tinieblas, decidlo en la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde las azoteas” (Mateo 10.27).

Debemos recordar que una persona no puede ni siquiera ver el reino de Dios a menos que haya nacido de nuevo. Por tanto, ¿cómo podrá alguien darse cuenta de este reino a menos que nosotros, los que hemos nacido de nuevo, les contemos? Jesús no ha contratado a una agencia publicitaria para que anuncie su reino. En su lugar, él ha comisionado a todos sus ciudadanos para que sean sus voceros.

Tan pronto Jesús regresó del desierto después de su bautismo, comenzó a predicar inmediatamente. ¿Y qué predicó? Mateo nos dice: “Desde entonces comenzó Jesús a predicar, y a decir: Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 4.17). Jesús no tardó en viajar a través de Galilea, predicando el “evangelio del reino”. Y rápidamente comenzó a reclutar a otros para que se unieran a su reino.

Jesús no sólo les enseñó a sus discípulos acerca del reino de Dios, sino que también les dio instrucciones específicas sobre cómo predicar el evangelio del reino a otros. Inmediatamente después de elegir a sus doce apóstoles, Jesús los envió a predicar. ¿Y qué debían predicar ellos? “Y yendo, predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 10.7). Posteriormente, Jesús instruyó a setenta discípulos y los envió a todas partes en grupos de dos. Una vez más, les dijo que después de entrar en una ciudad, ellos deberían sanar “a los enfermos que en ella haya, y decidles: Se ha acercado a vosotros el reino de Dios” (Lucas 10.9).

Antes de su muerte, Jesús profetizó: “Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin” (Mateo 24.14). Y entre las últimas cosas que él les dijo a sus apóstoles estuvo: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado” (Mateo 28.19–20).

De manera que la predicación del reino no iba a terminar cuando Jesús dejara la tierra. Sus discípulos deberían predicar todas las cosas que él les había enseñado acerca del reino. Ellos deberían reclutar a otros ciudadanos para el reino. ¡El mundo entero escucharía las buenas nuevas de este reino al revés! ¡Y con el apoyo de Dios, nadie podría detenerlos!

Sólo guarden silencio y los dejaremos en paz

No es de extrañarse que fuera este aspecto ruidoso del reino lo que causara la mayor parte de los problemas. Si los discípulos se hubiesen retirado al oasis de algún desierto y hubieran comenzado allí una comunidad religiosa, lejos del mundo, probablemente no habría ocurrido ningún enfrentamiento con las autoridades gubernamentales. Como podemos ver, ni los gobiernos judíos ni los romanos molestaron a las comunidades Qumrán cerca del Mar Muerto (hasta la guerra de independencia de los judíos). Si los discípulos de Jesús hubieran seguido el mismo patrón, seguramente habrían vivido vidas largas y tranquilas.

Pero eso no habría sido aceptable para el Rey. Él también pudo haber vivido una vida larga y tranquila si hubiera permanecido callado. Pero el Padre había enviado a Jesús al mundo, no fuera de éste. Y Jesús había hecho lo mismo con sus discípulos. ¡Su misión era la de anunciar las buenas nuevas del reino, no ocultarlas!

Fue así como los apóstoles, en cuanto el Espíritu Santo fue derramado sobre ellos, salieron a predicar a Jesucristo y a contar de su reino entre sus conciudadanos judíos. Hasta aquí, las autoridades judías habían dejado en paz a los apóstoles. Pero esto era demasiado. Por tanto, arrestaron a los apóstoles y les advirtieron que dejaran de hablar de Jesús entre la gente. Pero los apóstoles respondieron valientemente: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios; porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hechos 4.19–20). Más adelante, ellos les dijeron a las autoridades: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5.29).

Poco después de ese incidente, las autoridades judías mataron a Esteban, uno de los discípulos. Y así comenzaron a encarcelar a cuantos cristianos podían encontrar. Pero ni siquiera eso pudo frenar el reino de Dios. Los cristianos que huyeron de Jerusalén anunciaron la palabra por dondequiera que iban (véase Hechos 8.4). ¡Los cristianos del reino no se quedan callados! Cuando el evangelio del reino llegó a Tesalónica, los judíos que estaban allí protestaron ante las autoridades: “Estos que trastornan el mundo entero también han venido acá” (Hechos 17.6).

La predicación del reino

Un aspecto fundamental del reino es que no puede permanecer en secreto. ¡El reino tiene que ser anunciado! Debe continuar incorporando a sus filas a nuevos súbditos. Cuando un grupo de cristianos del reino permanece en silencio, cuando pierde el interés por testificar, comienza a deteriorarse espiritualmente. Es como una corriente de agua que deja de moverse. Muy pronto comienzan a crecer las algas. Con el tiempo, el agua se vuelve salobre y hiede a podrido. Asimismo, los cristianos estancados pueden convertirse en hedor para su Rey.

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