CAPÍTULO 4 LOS MÁRTIRES DEL SIGLO IV

LA DÉCIMA PERSECUCIÓN CONTRA LOS CRISTIANOS BAJO EL EMPERADOR DIOCLECIANO, INICIADA EN EL AÑO 301 D.C.



Crucificados de diversas maneras, azotados, devorados por perros salvajes, quemados con agua hervida y con fuego en la espantosa persecución contra los cristianos bajo los emperadores Diocleciano y Maximiliano, 301 d.C.


Los enemigos de la verdad aprovecharon de un suceso para incitar al emperador Diocleciano a actuar contra los cristianos. Hubo un incendio en la ciudad de Nicodemia, donde los emperadores solían vivir, por el cual el palacio del Emperador fue completamente destruido y los cristianos fueron culpados por esta calamidad. El Emperador, sumamente enojado, fácilmente creyó la difamación, pensando que había suficiente evidencia para ello.

Por tanto, en el decimonoveno año de su gobierno, él emitió un decreto ordenando que todos en todo lugar debieran sacrificar a los dioses de los emperadores y el que rehusara hacerlo debía ser matado; también que las iglesias y los libros cristianos debían ser completamente destruidos. En casi todas las ciudades del Imperio murieron alrededor de cien cristianos cada día. En un mes, diecisiete mil cristianos fueron ejecutados. De esta manera la sangre derramada coloreó de rojo muchos ríos. Algunos fueron ahorcados, otros decapitados, algunos quemados; y hasta hundieron barcos llenos de cristianos en las profundidades del mar.

Los tiranos arrastraron a algunos por las calles atándolos a las colas de caballos y, después de haberlos herido y torturado, los encarcelaron para que reposaran en camas de puntas afiladas. Su reposo fue más doloroso que la tortura. A veces doblaron con mucha fuerza las ramas de los árboles, y amarrando una pierna a una rama y la otra a otra rama, dejaron que las ramas volvieran a sus posiciones naturales. De este modo, sus miembros fueron despedazados de una manera horrible. Cortaban sus orejas, narices, labios, manos y los dedos de sus pies, dejando solamente sus ojos para afligirlos con más dolor. Afilaban clavos de madera y los clavaban entre las uñas y los dedos; derretían plomo y lo derramaban lo más caliente posible sobre sus espaldas desnudas.

De esta persecución, Salpitius Severo escribió: “Bajo los gobiernos de Diocleciano y Maximiliano surgió una persecución muy amarga: por diez años atormentó al pueblo de Dios. En ese tiempo, el mundo entero fue manchado con la sangre santa de los mártires; los hombres se apuraron heroicamente para participar en esas famosas luchas; es decir, el martirio por el nombre del Señor, para obtener por una muerte honrosa y digna el honor que merece un mártir.”

En Egipto, los decapitaron en cantidades tan grandes que los verdugos se cansaron y sus espadas quedaron sin filo de tanto cortar. Los cristianos iban a la muerte alegremente, sin ser atados; pues, temían que el tiempo de morir como mártires se acabaría.

Eulalia, una joven cristiana, quemada con lámparas y antorchas y asfixiada en Lusitana en el año 302 d.C.

Había una jovencita cristiana de 12 o 13 años llamada Eulalia. Ella era llena de fervor en su espíritu: deseaba morir por el nombre de Cristo. En consecuencia, sus padres tuvieron que llevarla de la ciudad de Merida a un pueblo alejado y vigilarla con mucho cuidado. Pero ese lugar no pudo apagar el fuego de su espíritu, ni mantenerla encerrada por mucho tiempo. Una noche escapó y al día siguiente fue al tribunal muy temprano y con voz alta dijo al juez y a todas las autoridades: “¿No les da vergüenza entregar sus propias almas además de las de otros a la perdición eterna por negar al único y verdadero Dios, el Padre de todos nosotros y el Creador de todas las cosas? ¡Oh, hombres desdichados! ¿Buscan ustedes a los cristianos para matarlos? Aquí estoy, he aquí un enemigo de sus sacrificios satánicos. Con mi corazón y mi boca yo confieso solamente a Dios; pero Isis, Apolo y Venus son ídolos vanos.”

El juez a quien ella habló con tanta audacia se enfureció y llamó al verdugo ordenándolo llevársela de una vez, desvestirla y someterla a varios castigos. Él dijo que por medio del castigo ella conocería a los dioses de sus padres, y aprendería cuán difícil es despreciar el mandato del Emperador Maximiliano.

Pero antes que la llevaran a torturarla, el juez le habló con estas palabras agradables: “¡Cuánto me gustaría perdonarte! ¡Oh que pudieras renunciar las enseñanzas perversas de los cristianos antes de tu muerte! Piensa en cuánto gozo podrías experimentar en un matrimonio honroso. Mira, todos tus amigos lamentan que vas a morir en la plenitud de tu juventud. Mira, los verdugos están preparados para torturarte hasta la muerte con todo tipo de tormentos. Serás decapitada o desgarrada por las bestias o quemada con antorchas. Eso te hará gritar y llorar porque no podrás soportar el dolor ni el ser quemada con fuego. Fácilmente puedes escapar de todo eso. Solamente toma un poco de sal e incienso y sacrifica a los dioses. Hija, si aceptas, escaparás de todos estos severos castigos.”

La mártir fiel pensó que las palabras del juez no merecían una respuesta. Más bien, empujó las imágenes, el altar, y otras cosas, volteándolos. Inmediatamente dos verdugos vinieron y desgarraron sus miembros tiernos y con cuchillos cortaron sus costados hasta llegar a las mismas costillas.

Eulalia, sin responder al juez, empujó el altar y sus imágenes, rechazando así la adoración pagana. Luego fue sofocada y quemada, Villa Nova, Portugal, 302 d.C


Eulalia, contando los cortes en su cuerpo, dijo: “¡He aquí, Señor Jesucristo! ¡Tu nombre está siendo escrito en mi cuerpo; cuánto me gozo al leer estas letras, porque son señales de la victoria! He aquí, mi sangre rojiza confiesa tu nombre santo.”

Ella habló esto con un rostro feliz, sin demostrar la menor angustia, aunque la sangre fluía como una fuente de su cuerpo. Después de haber sido cortada hasta las costillas, quemaron sus costados y su abdomen con lámparas y antorchas. Por fin, su cabello, al encenderse, la asfixió. Así murió esta heroína, joven de edad, pero madura en Cristo, amando más la enseñanza de su Salvador que su propia vida.

“Pero es precisamente esta eficacia del amor entre nosotros (los cristianos) lo que nos atrae el odio de algunos que dicen: miren cómo se aman, mientras ellos se odian entre sí. Mira cómo están dispuestos a morir el uno por el otro, mientras ellos están dispuestos, más bien, a matarse unos a otros. El hecho de que nos llamemos hermanos lo toman como una infamia.” Tertuliano 11

Pancracio, un joven de catorce años, decapitado por el testimonio de Jesucristo fuera de la ciudad de Roma, el año 303 d.C.

Había un joven cristiano de catorce años que fue llevado al emperador Diocleciano. Este favoreció mucho al joven y prometió adoptarlo si él abandonaba a Cristo y honraba a los dioses romanos. Pero este joven era maduro en el conocimiento y amor a su Salvador: permaneció firme al defender la verdad y al despreciar a los dioses. Por lo tanto, el Emperador se enfureció y mandó decapitar al joven en las afueras de Roma: De esta manera, el joven amó la honra de Cristo más que su propia vida, y ahora tiene su lugar entre los piadosos mártires.

Julieta de Iconio, una honorable viuda, después de haber huido mucho, fue decapitada por el nombre del Señor en Tarso, Cilicia, 304 d.C.

Cuando la persecución iniciada por Diocleciano se hallaba en su mayor esplendor, cierta viuda de Iconio intentó huir de ella. Fue a todo lugar con su hijo de tres años de edad, desde Lyconia hasta Seleucia, desde allí hasta Tarso en Cilicia. Pero no pudo permanecer en secreto debido a la fuerza de la persecución: el procónsul de esa región la aprehendió. Después de mucho esfuerzo de persuadirla a renunciar el cristianismo, mandó a azotarla con fuertes azotes de cuero.

Mientras tanto, el procónsul se esforzó por mantener tranquilo al niño con muchas palabras agradables; pero el niño lo resistió con sus manos y sus pies, rehusando ser cuidado por un tirano; y finalmente corrió a su madre. Sin embargo, el tirano lo atrapó otra vez, pero esta vez no se volvió pacífica y agradablemente, pues el niño había arañado su cara y pateado sus costillas. Por tanto, el dolor lo enfadó. Luego, tomó al niño de sus piernas y lo lanzó hacia las gradas empedradas. La madre, viendo esto, se dirigió al tirano, diciendo: “No creas que sea tan tímida para ser rendida por tus crueldades; pues el dolor de mi cuerpo no me atemoriza, ni el estrangulamiento de mis miembros moverá mi espíritu, ni las amenazas del fuego, ni la muerte misma será capaz de separarme del amor de Cristo. Cuanto más me amenaces con tormentos, más aceptables serán por mí; pues espero muy pronto volver a ver a mi querido hijo y recibir con él la corona de justicia de la mano de Cristo.”

A causa de estas palabras, el procónsul la suspendió a la estaca de tortura, su cuerpo fue desgarrado con peines de metal, derramaron brea caliente sobre su cuerpo desnudo y sobre sus frescas heridas. Finalmente fue decapitada.

Julieta siendo azotada mientras su pequeño hijo era arrojado por el procónsul a las gradas de piedra.


Cuarenta jóvenes arrojados a una piscina de agua fría y quemados vivos al día siguiente en Antíoco, 304 d.C.

Mientras todo el Imperio Romano era muy perturbado por la persecución violenta, cuarenta jóvenes, como defensores valientes de Jesucristo, predicaron abiertamente y sin temor a Jesucristo en la ciudad de Antíoco. El gobernador de esa región, después de haberlos arrestado, hizo todo lo posible para apartarlos de la fe; pero cuando no pudo, los desvistió en el tiempo más frío del invierno y mandó arrojarlos a una piscina muy fría. Como siguieron con vida, al día siguiente ordenó quemarlos hasta reducirlos a cenizas.

Uno de ellos, como era muy joven, por compasión, había sido devuelto a su madre; pero ella lo trajo otra vez y lo puso en el carruaje con los otros jóvenes y le exhortó a terminar la carrera al lado de sus hermanos.



NOTAS:
11. Esta cita fue tomada del Diccionario de la iglesia primitiva del tema Cristianismo IV. , publicado por www.laiglesiaprimitiva.com

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